No importan los Oscares, ni si Del Toro gana varios; también me tiene sin cuidado el superbowl. Es más, si me apuran, puedo asegurar que ambos son muestras de colonialismo cultural, que son premios a productos de consumo, como los que hace Del Toro. Por supuesto, me tiene sin cuidado si a Alejandra Guzmán se le está cayendo la cara, ni qué actriz sale con qué actor. Tampoco me parecen relevantes los lanzamientos de discos o de libros.
Es más, creo que nada debería importar más que las historias de terror que está viviendo este país que necesita un cambio estructural profundo, una reinvención casi total. Estamos en un país en guerra, en una nación donde desaparece gente, donde las mujeres son masacradas, en el que se impide que la gente piense, que la gente hable.
Pero tal vez exagere; hay otras historias que deben importarnos. Me refiero a las de lucha, de resistencia, de esperanza; las historias que cuenta la gente común, la que come en fondas o lleva guisados al trabajo; la que se sube al metro, al metrobús, a micros e incluso, taxis dudosos para llegar a sus lejanos trabajos o escuelas.
También, valen la pena las historias de gente que se reúne para decirle al poder que ya basta, para decirnos a cada uno de nosotros que es tiempo de lucha, de rebeldía. Historias como esta, ocurrida en la centenaria Ciudad de México el miércoles 24 de enero de 2018.
In xóchitl in cuicatl
La gente en el Hemiciclo a Juárez es la de siempre. Familias fuereñas con hijos pequeños, oficinistas en mangas de camisa y corbata, mujeres policía malhumoradas –seguramente por el sombrerito ridículo y los pantalones apretados de sus uniformes–, turistas. Un grupo grande de danzantes se cambia y maquilla a un lado del afrancesado monumento al oaxaqueño que en muchos sentidos consolidó el México actual: en la parte de atrás, unos adolescentes bailan coreografías con música electrónica en inglés.
Sin embargo, no todo es tan cotidiano. Enfrente, a la derecha del Hemiciclo, varias personas arman un pequeño tablado; es para que se presenten los grupos musicales que recibirán a Marichuy, la vocera del CIG y, en realidad, de muchos mexicanos que nos encontramos abajo y a la izquierda.
Los organizadores trabajan con rapidez y en un ambiente que, al menos como espectador, se percibe cordial; otros, platican con un representante de Ricardo Monreal, que vino para traer un mensaje de su jefe: “lo que necesiten, todo el apoyo”. La sabiduría popular hace mucho dictaminó que obras son amores, no buenas razones, por lo que se entiende que las palabras que supuestamente envía su jefe son mera expresión sin significado, por más que el enviado, al decir el nombre de su patrón, crea que un coro de ángeles (o dragones o algún otro ser volador imaginario) entonará una fanfarria.
También, se tienen discusiones de baja intensidad con una mujer policía, de esas seguramente incómodas en su uniforme, pero que no pasan a mayores. Los danzantes prehispánicos, en un colectivo que reúne nahuas, otomíes, guerreros y otros, encienden el copal de una ofrenda de naranjas, incienso y flores. Le hablan a un público que se va interesando en escuchar, no solo en ver.
Y las voces resuenan desde lo que hace 500 años fuera capital del Anáhuac y donde ahora se anuncia: “Estamos formando un tejido, un petate. Es momento de la rabia, pero también de la acción y la alegría del cambio”. Mientras nos juntamos, nos vemos, nos reconocemos, enviados menores del poder hacen su trabajo, algunos caracterizados, como el supuesto trabajador de limpia, con uniforme y buenas botas de trabajo que toma fotos de todos los asistentes y danzantes. Nadie le hace caso. Vivimos en un mundo orwelliano, lleno de cámaras, drones y espías, y lo asumimos, y por eso entendemos a los compañeros que se cubren el rostro con pasamontañas y paliacates. Que al gobierno le cueste trabajo identificarlos.
Desde abajo y a la izquierda
La danza se amarra al recuerdo de dignidades y heroísmos no perdidos, sino escondidos, que esperan su momento y se dan cuenta que ese momento es ahora. Por eso, “Tenemos una tlatoani, una vocera con la voz de los de abajo. Somos corazón, somos semillas”, y se reitera que la unión en torno a Marichuy no es de momento, sino para lograr el cambio real y definitivo
Los grupos se suceden. Boleros, ranchera, rock, hip hop. Los asistentes cada vez más a gusto, más reunidos en esta parte del país racista y violento, pero también, del “país diverso, de muchos rostros, en una lucha que incluye muchas luchas. Nuestro corazón no se va a cansar”. Los indígenas son la vanguardia, pero el colectivo lo formamos todos. No hay excusas para no reunirnos.
El mensaje va regando un terreno que se hace cada vez más propicio para rendir frutos, y entendemos que es momento de hacer las cosas distintas, pues la palabra se comparte y surge firme “desde abajo y a la izquierda”.
Las Brujas, grupo feminista que apoya a Marichuy, exigen “ni una más, la lucha sigue, ni un paso atrás” y los pobres, los marginados, los oprimidos, como cantaba Zitarrosa, el uruguayo de otras generaciones de las mismas luchas populares de la izquierda, y con Rosa María Zárate, que canta para una patria libre “hasta el México invadido, donde trabajadoras y trabajadores luchan y se organizan”.
La lluvia empieza a amenazar y la música de las colonias populares y marginales de la Ciudad de México nos recuerda que aquí vamos, no pidiendo un lugar, sino tomando el que nos ha correspondido siempre. Y que lo que queda es revolución.
La lluvia irrumpe fuerte, fría; el granizo termina por arrinconar a los asistentes, quienes empapados, esperarán la llegada de la vocera del CIG, de nuestra vocera.