Mexico 1968. el antagonismo del abajo con el arriba

I. Las huellas previas a la explosión
 
En el mes de junio de 1968, casi nadie podía imagi­narse que, un mes después, estallaría el movimiento social más poderoso desde la revolución de 1910-17. Se vivían los años dorados del desarrollismo. La es­trella mexicana brillaba con tal dimensión que había logrado que México fuera el primer país del “tercer mundo” en organizar unos juegos olímpicos y, dos años después, el campeonato mundial de fútbol.

“Los ojos del mundo están puestos en México”, rezaba la propaganda gubernamental. El milagro mexicano anunciaba la posibilidad de la promoción social.

Y, sin embargo, algo se estaba fraguando en lo más profundo de la sociedad. Desde luego, solamente alguien muy tonto puede pensar que los actores fun­damentales de un movimiento como el del 68 tuvieran muy claro, desde el inicio, los alcances, repercusiones y finalidades de esa acción. El 68 mexicano, como el de todo el mundo y como todos los movimientos, se fue construyendo, organizando y desarrollando conforme se fue expresando. La ventaja que tene­mos ahora, al dotarnos de una perspectiva histórica, es observar que existían una serie de aspectos funda­mentales que permitieron esa gran explosión social.

Veamos algunos elementos.

En el terreno económico, el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) fue la continuación de lo que se había venido viviendo desde el sexenio alemanista. El patrón de acumulación estaba basado en un esque­ma más o menos evidente, que pretendía combinar el fortalecimiento de un sector industrial de exportación con el desarrollo de un mercado interno, en especial, destinado a la llamada tercera demanda, es decir: los consumidores de la producción de bienes de consumo duradero; y con el surgimiento de un incipiente capi­tal financiero autóctono. No hay que olvidar que en ese período, a diferencia de lo que había pasado entre 1934-46, el petróleo no jugaba el papel del principal impulso del desarrollo, cosa que volvería a suceder en los últimos años del echeverrismo y más claramente en los sexenios posteriores y hasta la fecha. La lla­mada “mexicanización” alemanista, terminó con la política de sustitución de importaciones de bienes salario, para pasar a una nueva fase de sustitución de importaciones: de los bienes de consumo duradero. Por eso, México dejó de ser una simple armadora de automóviles para pasar a ser productora de por lo me­nos el 50 por ciento.
Las tasas de crecimiento del Producto Interno Bruto reflejaban ese proceso: de 1960 a 1965, el cre­cimiento fue de 7.1 por ciento y, de 1965 a 1970, fue de 6.9. Tomando en cuenta la misma periodización, el crecimiento industrial fue de 8.7 y 8.1 respecti­vamente. Desde luego, atrás de ese crecimiento se expresaba la gran tragedia de la clase obrera mexica­na: su total ausencia de independencia política con respecto al Estado.
El grado de sometimiento e integración de las grandes centrales sindicales mexicanas al dominio estatal permitió asentar el proceso de acumulación en el deterioro del salario real de los trabajadores. Por eso, no deja de ser revelador (en el caso del DF) que, de 1939 a 1951, el salario promedio de los obreros industriales perdiera su capacidad de compra en un 50 por ciento, y que fuera precisamente en 1968 cuando se llegó al nivel que se tenía en 1939. Es decir, esta­mos hablando de una curva salarial de 29 años.
De la misma manera que la caída de 1939 a 1951 permitió a la burguesía superar los resabios de la crisis de 1929-32, la recuperación salarial de 1951-1968 (insistimos: volviendo al nivel salarial de los años treinta) permitió la estabilización del patrón de acumulación. Si bien el proceso de concentración del ingreso no dejó de agudizarse, al mismo tiempo, se consolidó un sector de capas medias con capacidad de consumo, e incluso un sector de trabajadores con niveles salariales significativos que fueron incorpora­dos a la famosa tercera demanda.
En 1968, el 40 por ciento de la población tenía el 11.17 por ciento del ingreso total; mientras que el 20 por ciento tenía el 56.55. Dejando a un sector medio del 40 por ciento con el 32.28 por ciento. Esto estu­vo acompañado de los incrementos más significativos de la productividad en la industria mexicana. Según Miguel Ángel Rivera: “El fenómeno de la estabiliza­ción de la concentración del ingreso tiene que ver, en lo fundamental, con las condiciones de la acumulación de capital en la nueva fase, por las siguientes razones: la difusión de los sistemas técnico-productivos de la gran industria, desde los años sesenta, permitió un notable incremento de la productividad del trabajo, ya que ha­cia finales de la década del sesenta cada trabajador en la industria generaba, en promedio, el equivalente a 32 mil pesos (deducida la inflación) contra sólo 16 mil en 1948-50. Ésta fue la base para la recuperación de los salarios reales, recuperación que era imperiosa, pues la jornada de trabajo se volvió más ‘intensiva’ (desgas­tante) y las exigencias de calificación, adiestramiento y educación aumentaron considerablemente. El efecto de mercado de este fenómeno ha sido muy importante para explicar el aumento del consumo obrero”.
En el terreno social, la dinámica que habían ini­ciado sindicatos claves del país como el SME, el STERM de Rafael Galván, la CROC, La Federación Nacional Cañera, la Federación Revolucionaria de Obreros Textiles y otros sindicatos menores para con­formar la Confederación Nacional de Trabajadores de México, que buscaba plantearse como alternativa a la CTM y al capital (aunque manteniéndose al interior del PRI), fue frustrada por medio de la conformación del Bloque de Unidad Obrera (CTM, CROM, CGT), es decir, las viejas centrales y el viejo movimiento obrero. Todo esto culminaría con una iniciativa guber­namental de reorganizar a todo su sector obrero, por medio de la puesta en pie del Congreso del Trabajo.
Desde luego, atrás se comenzaba a vislumbrar un conflicto que estallaría muchas décadas después. Un sector priísta, directamente vinculado a la ideología de la Revolución Mexicana, comenzaba a ver horro­rizado cómo se sentaban las bases para torpedear el contrato social emanado de la revolución de 1910-17 y perfeccionado durante la era cardenista. Ese sector tenía fuertes raíces en el seno de la clase obrera, en especial entre los grandes sindicatos industriales, y a su interior se reflejaban un cúmulo de contradicciones. Por un lado, al quedarse en los marcos de la política del Estado mexicano y de su partido, avalaba el proceso de modificación productiva. Por el otro, al mismo tiem­po, se oponía a la desnacionalización o, para ser más precisos, a la trasnacionalización de la producción, sin darse cuenta que ese proceso era imparable en tanto representaba la lógica misma del capitalismo. Esa con­tradicción estallaría muchos años después con el movi­miento de la Tendencia Democrática de los electricis­tas y con la escisión cardenista del PRI, en 1988.
Con la conformación del Congreso del Trabajo se cierra la posibilidad de que se exprese un movi­miento obrero con una dinámica independiente. Esto tendrá repercusiones fundamentales en nuestro país. La mejor ejemplificación que podemos hacer es la siguiente: a diferencia del resto de América Latina, en México, nunca se ha estallado una huelga general. Con esto queremos decir que el peso social y político de la clase obrera ha sido minúsculo, en proporción inversa a lo qu
e ha sido el peso de su burocracia sindi­cal en los asuntos del Estado, hasta Carlos Salinas de Gortari. De esa manera, los sindicatos se convirtieron en agencias del poder estatal. Es decir, se corporativizó al movimiento obrero.
Es verdad que en los sesenta se dieron luchas claves: la de los maestros a principios de los 60, que hizo temblar la estructura charra del SNTE, y la de los médicos en 1966. Sin embargo, siempre fueron lu­chas aisladas que no contaron con un apoyo sindical y popular más grande. El mismo Estado había cerrado las válvulas de escape de la presión social. Por eso, comenzaron a surgir grupos armados en México que querían repetir la experiencia de las guerrillas latinoa­mericanas.
El pionero fue Genaro Vázquez Rojas quien, desde la Costa Grande de Guerrero, le había dado una continuidad a la lucha campesina por medio de la guerrilla. Poco tiempo después, Lucio Cabañas, profesor rural, hizo lo mismo. El 23 de septiembre de 1967, en el estado de Chihuahua, un grupo de jó­venes, profesores la mayoría de ellos, se lanzan a la toma del Cuartel militar de Ciudad Madera, tratando de establecer una semejanza con la hazaña de Fidel Castro, en Cuba. En la Ciudad de México, un grupo guerrillero del cual formaba parte Rico Galán es de­tenido, lo mismo que Adolfo Gilly y sus compañeros del Partido Obrero Revolucionario. Antes de que esta­llara el movimiento, en Lecumberri ya estaban varios compañeros que habían sido detenidos por privilegiar la lucha armada, en ruptura total con la política nego­ciadora del Partido Comunista Mexicano.
La izquierda mexicana se hallaba sumida en una gran crisis. José Revueltas se había encargado de ha­cer la tesis más lapidaria contra el Partido Comunista Mexicano, al plantear su inexistencia histórica. Un partido que había tenido como constante una serie de zig zags, pasando de posiciones ultraizquierdistas a reformistas con el único fin de conservar su aparto burocrático, actuaba como cualquier PC en el poder, con el único problema de que no tenía el poder.
La extrema izquierda mexicana era totalmente grapuscular y sectaria. Perdida en debates estériles sobre el sexo de los ángeles era incapaz de construir grupos con cierta solidez política, programática y or­ganizativa. En la práctica, se convirtieron en grupos de presión del PCM, de alguna manera, en su mala conciencia.
En ese contexto: ausencia de un movimiento obre­ro independiente y poderoso y ausencia de una orga­nización de izquierda con cierto nivel de credibilidad social, es que se va a expresar el movimiento del 68. Las señas de identidad que el movimiento generó se encuadraban en la lucha contra el carácter dictatorial de la dominación priísta. Fue la mejor demostración de que puede existir un movimiento ciudadano con claridad sobre su objetivo (acabar con la antidemocra­cia realmente existente) y con una clara convicción de no dejarse manipular o transar. De alguna manera ese movimiento estaba sustituyendo esas dos ausencias.
Al moverse entre esas dos coordenadas, se sig­nificó, en cambio, como el movimiento que creó las condiciones para plantear un nuevo terreno de lucha. El movimiento del 68 permitió la existencia de la lu­cha del STERM y luego de la Tendencia Democrática del SUTERM y del FNAP. Y, al mismo tiempo, es el antecedente directo de ese gran movimiento social antipriísta que recorre nuestro país y que puede lograr derrotar y enterrar el viejo sistema de dominación dictatorial.
En última instancia, el gran movimiento estu­diantil de 1968 fue un revelador de la crisis que se venía incubando en la sociedad mexicana y, al mismo tiempo, fue un prefigurador de las luchas del futuro. Fue la culminación de un proceso acumulativo de experiencias sociales, en ese sentido, una ruptura y, al mismo tiempo, el inicio de un nuevo proceso de acumulación de experiencias que culminará con otra gran ruptura.

II. La dinámica del movimiento

68 es también, y sobre todo, la Marcha del Silencio, el Poli, la UNAMy cientos de estudiantes de instituciones de educación superior viendo para abajo, el Topilejo de la autonomía popular, las asambleas, las pintas en los muros, las brigadas, los mítines relámpago, la calle subvertida y vistiendo la dignidad con ropajes nuevos. La calle como territorio de la otra política, la de abajo, la nueva, la luchadora, la rebelde. La calle hablando, discutiendo, haciendo a un lado automóviles y semáforos, pidiendo, reclamando, exigiendo un lugar en la historia.
68 es una ventana para ver y aprender de la abierta confrontación entre varias formas de hacer política, entre distintas maneras de ser humanos.
(Comunicado del EZLN, leído en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1998)

Una vez que el movimiento estudiantil popular estalló, una serie de obsesiones cobraron fuerza y rea­lidad. El sistema político mexicano, el llamado régi­men de la Revolución Mexicana, había acabado en una mascarada corrupta y plena de simulaciones.
Los viejos devaneos nacionalistas habían sido sustituidos por gestos grandilocuentes, que en espe­cial a la juventud estudiantil le parecían extraños y abominables.
La forma de organización del Estado mexicano con relación a la sociedad buscaba ahogar cualquier posibilidad de autonomía. El régimen se había es­tructurado organizando a la sociedad en función del partido en el poder. De esta manera, el Partido Re­volucionario Institucional tenía un brazo organizado de los trabajadores mexicanos: el ingreso a cualquier empleo era acompañado de una hoja de afiliación al PRI. Tenía también su brazo campesino, su brazo en las capas medias. Aparentemente nadie escapaba a su control.
En el medio estudiantil, en especial en el univer­sitario, otro clima se respiraba. En la práctica, estos centros educativos se habían convertido en el último refugio de las organizaciones de izquierda, incluido el Partido Comunista Mexicano que no era otra cosa que el más grande de todos los grupúsculos de izquierda.
Las viejas organizaciones estudiantiles vincula­das al PRI o a los grupos de extrema derecha, con orientación fascista, vivían una fase de decadencia de la cual nunca más se repondrían. Eso generó un espacio que fue ocupado paulatinamente por los pequeños grupos de izquierda de orientación maoísta, guevarista o trotskista.
Sin embargo, sería una exage­ración decir que estos grupos fue­ron claves para el surgimiento o la orientación del movimiento, pero también es un error vaciar de in­fluencia a la actuación de esas or­ganizaciones. Simplemente había que ver las banderas, las consignas y los santones del movimiento. Ahí convivía sanamente Ho Chi-Minh con Zapata. Mao con Rubén Jaramillo. Trotsky con Francisco Villa, etcétera.
Pero lo que marcó la dinámica del movimien­to fue esa especie de conciencia colectiva que decía NO a la forma tradicional en que se entendía y se aplicaba la política en nuestro país. Esa voluntad en contra de negociar en lo oscurito (que en México ha sido una de las tradiciones más nefastas con las que el poder ha mediatizado a los movimientos): en contra de depender financieramente de algún ala del poder o de la burguesía. Esa decisión de auto-diri­girse y auto-organizarse. Esa decisión de discutir todo en asambleas y convertir a los miembros del Consejo Nac
ional de Huelga (CNH) en delegados de esas asambleas, lo que permitió hacer realidad una de las consignas fundamentales del movimien­to: “Todos somos el CNH”. Esa voluntad de salir a la calle, subirse a los transportes, ir a los mercados, ir a los talleres, recorrer toda la ciudad a pie para explicar, oír, tomar contacto.
Fue precisamente esa estructura de brigadas calle­jeras el sello indeleble del movimiento: la calle como seña de identidad; la calle como ventana a donde aso­marse y desde donde ser visto; la calle como punto del espacio desde donde era posible conspirar contra el poder; la calle como el espacio de una sociedad de abajo que había venido construyendo de manera soterrada sus luchas y sus enojos y frustraciones, pero que ahora, con el movimiento, encontraban un puente desde donde mirar a todo el país.
La idea de que sólo la movilización paga se con­virtió en religión. Las tres grandes movilizaciones al zócalo de la Ciudad de México, centro del poder políti­co y del autoritarismo, significaron auténticos desafíos. Hacía muchos años, décadas, que no había manifesta­ciones contra el gobierno, y mucho menos en el zócalo y atravesando la Avenida Reforma, donde se concen­traba lo fundamental del poder económico del país.
Más allá de los deseos incumplidos de los inter­pretadores del 68, aunque nunca participaron en sus acciones, la realidad es que el gobierno priísta nun­ca abrió un verdadero espacio de negociación. La frustración de estos individuos que buscan limar las aristas filosas del movimiento es que piensan que el movimiento nunca abrió las vías de la negociación. La realidad es que las preguntas que se formulan son estúpidas por estar fuera del tiempo y el espacio de lo que era México. No se trata de averiguar qué hubiera pasado si el gobierno hubiera abierto vías de nego­ciación o si el movimiento hubiera tenido como su objetivo central esto.
El asunto a responder es otro: ¿Por qué el gobierno estaba imposibilitado de abrir esos canales y por qué el movimiento no se obsesionó sobre ese punto? No dudo que entre algunos de sus líderes muy probablemente sí había esa obsesión, pero sostengo que eso nunca formó parte de las discusiones de las grandes asambleas de las escuelas. En cambio, la obsesión era ver si alguien se vendía, o alguien transaba, o quién proponía medi­das para bajar el perfil del movimiento, o bien cómo establecer los vínculos con otros sectores sociales. Por eso, la alianza con el pueblo de Topilejo cobró tanto significado; ahí luchaban por lo mismo, querían la construcción de un movimiento autónomo.
Lo siento, pero se trató de un movimiento radical, extremadamente radical, que cuestionó las bases fun­dacionales del régimen político mexicano, no tanto en función de sus demandas, sino de su dinámica, su carácter independiente y su forma de organización, de su autonomía.

III. El carácter independiente frente al Estado

El movimiento de 1968 marcó la historia de este país de manera definitiva. Entonces se enfrentaron dos países: el construido sobre la base del autoritarismo, la intolerancia, la represión y la explotación más brutales; y el que se quería y quiere construir sobre la democracia, la inclusión, la libertad y la justicia.
(Comunicado del EZLN, leído en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1998)
El viejo régimen político mexicano, edificado en lo esencial bajo el mandato de Lázaro Cárdenas, había logrado construir un consenso social que le asegura­ba su dominio. Los cuatro pilares de esa dominación eran los siguientes:
  1. La dominación política, en función de la integración de los trabajadores del campo y la ciudad al parti­do en el poder. De esta manera, los sindicatos y las organizaciones campesinas se convirtieron de facto en brazos del poder, por medio del establecimiento de burocracias que jugaban un doble papel: organi­zación del consenso e instrumento para desatar la represión cuando había el riesgo de desbordamien­to social. De alguna manera, las organizaciones de los trabajadores se fueron convirtiendo en agencias gubernamentales encargadas de negociar con el po­der las condiciones de la explotación y el despojo. Logrando, al mismo tiempo, parcelas de poder, ya sea en el poder legislativo y eventualmente en el poder ejecutivo, que las fortalecía como burocracias con capacidad de presión al interior de la casta go­bernante. Pero, sin embargo, las iba convirtiendo en un cuerpo extraño a los trabajadores del campo y la ciudad, y profundamente improductivo y, más aún, oneroso para el proceso de acumulación de capital. Desde el poder se decidió intercambiar productivi­dad por control, desde luego, ese intercambio tenía un límite en el tiempo y en el espacio.
  2. La dominación jurídica, que le dio sustento a la mistificación del Estado como arbitro entre las cla­ses, que se ubicaba por arriba de la sociedad y que incluso tendía a beneficiar al más desprotegido. Eso permitió que, en innumerables luchas, fueran los mismos trabajadores los que solicitaran la in­tervención del Estado en sus conflictos.
  3. La dominación ideológica, basada en la idea de que el poder político existente era el resultado de una profunda revolución social, cuyas principa­les demandas habían quedado plasmadas en la Constitución política. Se trataba de un Estado revo­lucionario siempre listo a apoyar las causas popula­res de cualquier otro país,
  4. La dominación social, basada en un diseño de ato­mización y pulverización de las diversas clases sociales, en especial los trabajadores y los cam­pesinos. La existencia de miles de sindicatos, de varias centrales sindicales, la inexistencia de con­tratos-ley para sectores industriales completos, la existencia de varias centrales campesinas, dispersó a los sectores sociales y centralizó la capacidad de decisión en el poder, más cuando todos esos sindi­catos y organizaciones campesinas estaban afilia­das al PRI.

Este era el “Ogro Filantrópico”, un poder político au­toritario y profundamente antidemocrático y al mismo tiempo paternalista, del que hablaba Octavio Paz (“No hay que olvidar que el PRI no es un partido que ha conquistado el poder: es el brazo político del poder”).

  • Esta forma de dominación fue funcional en cierta fase del proceso de acumulación de capital. Fue indispensable para realizar una tarea clave en la lógica del capital, tal y como lo señaló Rodolfo Stavenhagen: “el grupo hegemónico no era homo­géneo, no conformaba una clase social bien defi­nida y carecía de una base económica seria (…) la burguesía no creó al Estado Nacional, sino más bien el Estado creó a la burguesía”.
  • Desde luego, este proceso no fue ni lineal ni bucó­lico; siempre estuvo rodeado de la rebeldía de los subalternos. El dichoso consenso fue afectado de manera global varias veces y nunca fue total; eso no existe en la realidad.

La expresión más clara de la ruptura del consenso fue el movimiento de 1968. Al no sólo reivindicar su autonomía e independencia con respecto al Estado, sino al ejercerla de manera total, rompía con la forma tradicional de entender y hacer la política.
Incluso, ante el hecho de que el movimiento ha­bía permitido una fractura entre la élite política de dominación, el movimiento no cabalgó sobre esas divisiones, más bien las ignoró.
Todo esto tenía un referente organizati
vo. La conformación del Consejo Nacional de Huelga no sólo rompió a las viejas organizaciones corporativas de los estudiantes, sino que generó una forma demo­crática total y absolutamente novedosa para México. Los delegados por escuela eran revocados por las asambleas al momento que ellas pensaran que no estaban planteando correctamente sus posiciones. Al mismo tiempo, existía una estructura intermedia que se llamaba Comité General de Brigadas que lo­gró que decenas de miles de estudiantes salieran a la calle y entraran en contacto con los otros secto­res sociales. Y, luego, cada escuela tenía un comité de lucha que organizaba las actividades escuela por escuela.
Así, el movimiento generó una estructura organi­zativa muy grande. En las asambleas del CNH había siempre más o menos unos 400 delegados, esto hacía muy tortuosa la toma de decisiones, pero profunda­mente democrática.
El gobierno, acostumbrado a tratar con líderes que rápidamente se ponían a modo, no tuvo la me­nor idea de cómo negociar con decenas de miles de estudiantes, a pesar de que cada día, mientras duró el movimiento (del 26 de julio al 10 de diciembre), iban cayendo estudiantes a la cárcel.
Entonces, es imposible entender el movimiento como algo simplemente cultural. Se trató, antes que nada, de un movimiento social que rápidamente actuó como un movimiento político de ruptura con la anti­democracia realmente existente.

IV. El movimiento de 1968: el gran anunciador de lo que seguiría

El México de los que aprendieron que la esperanza se construye también con dolores y caídas. El México de los que dijeron NO a la falsa comodidad de la rendición, de los que con el pelo corto, largo o sin cabellos hicieron crecer su dignidad, de las que acunaron la memoria sin importar si la falda cubría o no las rodillas. El México de los que vivieron y murieron 68 y empezaron a parir otro mañana, otro país, otra memoria, otra política, otro ser humano. El México de los que no construyen escaleras, de los que ven a los lados y encuentran al otro para hacerse y hacerlo “camarada”, “compañera”, “compañero”, “hermano”, “hermana”, “pareja”, “compita”, “valedor”, “amigo”, “amiga”, “manito”, “manita”, “colega” o como quiera que se le llame a ese largo y accidentado camino colectivo que es la lucha por todo para todos. El México de los de abajo. El México que vivirá.
El México de 1968.
(Comunicado del EZLN, leído en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1998)

La gran huelga de los estudiantes mexicanos se definió en la masacre del 2 de octubre. El Estado mexicano decidió mandar a miles de soldados, sol­dados disfrazados de policías, policías disfraza­dos de paramilitares, a masacrar a los estudiantes y al pueblo que cada vez estaba más presente en sus acciones. Cientos de muertos, miles de heridos, centenares de detenidos. México se preparaba para la inauguración de los juegos olímpicos y desde el poder decidieron que, para que éstos se llevaran a cabo como ellos habían soñado, era indispensable realizar la masacre.

El gobierno “revolucionario” se quitaba la más­cara y utilizaba las fuerzas represivas con una violen­cia nunca antes vista.
No se enfrentaba, como en otros momentos de la historia, a levantamientos armados dentro de la mis­ma familia “revolucionaria”; tampoco a un intento de golpe de Estado; o a un movimiento como el de los cristeros, apoyado por los sectores más reaccionarios de la jerarquía eclesiástica. Enfrente tenía a los estu­diantes, los que supuestamente deberían estar agra­decidos, en tanto se beneficiaban de los logros del desarrollismo económico.
A partir de ese momento, la suerte del régimen político mexicano, del corporativismo social, de la ideología de la Revolución Mexicana, del Estado vis­to como un arbitro entre las clases, de una intelectua­lidad fiel sirviente del príncipe, todo eso y más, entró en crisis.
De ahí siguió la insurgencia obrera de 1970-77, que llevó al estallido de una serie de huelgas duras, en las que, por primera vez, la izquierda organizada jugó un papel clave. Esa insurgencia obrera reivindi­caba, como seña de identidad, la independencia y la democracia sindical.
Igualmente, después de la masacre, muchos es­tudiantes sacaron la conclusión de que la vía pacífica era inútil y fueron la base del surgimiento de un sin­número de organizaciones armadas.
En 1970, surgen los primeros grupos de mujeres, fundamentalmente universitarias, que se organizan en función de sus derechos y luchan en contra del poder patriarcal.
Los grupos de izquierda, herederos legítimos de 1968, se ven envueltos en una serie de movimientos que les permiten rápidamente un crecimiento signifi­cativo, en especial el Partido Comunista Mexicano y el Partido Revolucionario de los Trabajadores, sec­ción mexicana de la IV Internacional.
Pero la herencia fundamental del movimiento no se encuentra en todos esos factores que, siendo muy importantes, no rescatan la esencia de 1968.
La independencia política del movimiento y su necedad democrática le plantean un nuevo reto a los movimientos que surgen desde entonces. Sería una equivocación decir que con el 68 mexicano quedó sellada la forma que tomarían los siguientes movi­mientos sociales. Esto sigue siendo una asignatura pendiente.
Es indudable que, desde el poder, por cerca de 70 años, se filtró hacia abajo una forma de hacer política y una forma de entender la política. Todavía hoy, va­rios movimientos sociales siguen viendo hacia arriba como opción, no saben, no tienen la menor idea de cómo se pueden construir nuevos movimientos socia­les mirando hacia los lados.
En 1994, otro movimiento surgiría como un buen espejo de 1968. Por eso, hemos querido acom­pañar este artículo con las palabras que el Ejérci­to Zapatista de Liberación Nacional les mandó a los estudiantes hace diez años. Porque —y esa es otra gran diferencia con los otros movimientos de 1968— aquí en México, cada año, el 2 de octubre, salimos a la calle los ahora ya viejos que en 68 com­batimos en las calles y los jóvenes que continúan ese combate.
Desgraciadamente, los que consideran que el 68 mundial fue, antes que nada, un happening cultural siguen hablando, actuando y pensando como si no hu­bieran pasado ya 40 años. Si Joaquín Sabina dice que se duerme en los entierros de su generación, yo me duermo en las fiestas de mi generación. Por eso, para mí, ese movimiento tiene sentido recordarlo en fun­ción de la lucha actual: de Ateneo, Oaxaca y Chiapas, de la huelga del CGH, de lo que día con día, los jó­venes de ahora construyen y edifican, y no como acto de autocomplacencia. Por eso, mejor terminar con las últimas frases del texto del EZLN, que dice:

Abajo, el México de 68. El México de los que viven y mueren la rebeldía y la lucha por la justicia de la única forma posible, es decir,de vida entera.
El México de los que siguieron, y siguen, exigiendo, luchando, organizando, resistiendo. El México de los que no vieron pasar los años con amargura, los que se levantaron, volvieron a caer. Los que volvieron, vuelven siempre, a levantarse. El México de los que no limitaron la rebeldía y la exigencia de justicia a meros asuntos de calendario, a enfermedades pasajeras que la edad cura. El México de los que no definieron “rebeldía” sólo como una noción que no iba más allá del largo del pelo de los hombres e inversamente proporcional al largo de la falda de las mujeres. El México de los que no se contentaron sólo con buscar en el cuadrante de su radio la respuesta que está en el viento, que no vieron
la rebeldía nada más como una incómoda moda de decir “no “, que no definieron la lucha por la justicia sólo como el éxito musical que se tararea continuamente. El México de los que no dejaron que el paso del tiempo igualara cordura con claudicación. El México de los que no cortaron su dignidad ni alargaron la desmemoria. El México de los que no hicieron del 68 pasado vergonzante, mera travesura juvenil, escalera al mal gobierno. El México de los que no fueron, ni son, ni serán líderes, pero que en la casa, en el trabajo, en el camión, en el taxi, en el caballo, en la máquina, en el aula, en la fábrica, en la iglesia, en el pesero, en la silla de ruedas, en el autobús, en el arado, en la peluquería, en el salón de belleza, en el tractor, en el avión, en el taller, en el puesto ambulante, en la motocicleta, en el mercado, en el hospital, en el estadio deportivo, en el consultorio, en el escenario, en el laboratorio, en el cabaret, en el asilo, en el escritorio, en la oficina, en los estudios de cine, radio y televisión, en los talleres de artes plásticas, en el metro, en el clóset, en las salas de redacción, en el mostrador, en la bicicleta, en cualquiera de los colores con los que se pinta lo cotidiano y silencioso, levantan una mano, una imagen, un sonido, una boleta, un voto, un puño, un pensamiento, una voz para hacer frente a las mentiras gubernamentales y decir: No, ya no. Ya basta. No les creo. Queremos algo mejor. Necesitamos algo mejor. Merecemos algo mejor”.
(Comunicado del EZLN, leído en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1998)

 

 

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