Fotografía: REUTERS – Mohammed Jamal
Sudán arde en silencio. Desde el domingo pasado, más de 460 personas fueron ejecutadas dentro del Hospital de Maternidad Saudí de El Fasher, en la región de Darfur del Norte. Las víctimas —pacientes, acompañantes y personal médico— fueron asesinadas por las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), un grupo paramilitar que lleva más de un año y medio asediando la ciudad. La Organización Mundial de la Salud condenó el ataque y recordó que el Derecho Internacional Humanitario protege las instalaciones médicas y a quienes trabajan en ellas. Sin embargo, la indignación global no basta: lo ocurrido en El Fasher es la continuidad de un genocidio racial y un epistemicidio histórico que ha devastado Sudán durante décadas.
Durante esta última semana, los testimonios recogidos por organizaciones médicas y humanitarias han revelado una violencia indescriptible. Los combatientes de las RSF ingresaron al hospital y ejecutaron a sangre fría a pacientes en sus camas, madres recién paridas, infancias heridas y al personal sanitario que intentó protegerlos. Se documentaron agresiones sexuales, incendios de áreas pediátricas y secuestros de médicos, lo que evidencia una estrategia de terror sistemático contra la población civil. Este ataque no solo violenta las normas básicas del Derecho Internacional Humanitario, sino que reafirma el carácter genocida de la violencia en Sudán.
Una violencia con raíces coloniales
Para comprender la actual masacre, es necesario mirar atrás. El genocidio en Darfur no comenzó en 2025 ni en 2023, sino que tiene raíces que se remontan al colonialismo británico. A inicios del siglo XX, el llamado Sudán anglo-egipcio fue administrado por el Reino Unido bajo un modelo de dominación dual. Londres gobernó el país a través de élites árabes musulmanas del norte, mientras marginaba deliberadamente a los pueblos negros africanos del sur y del oeste.
Esa estructura colonial no solo dividió el territorio: impuso una jerarquía racial y epistémica. Lo “árabe” fue asociado con civilización, religión y poder; lo “negro africano” fue reducido a lo “salvaje”, lo que debía ser tutelado. Tras la independencia en 1956, el Estado sudanés heredó ese orden racial y lo institucionalizó, construyendo una identidad nacional “árabe-musulmana” que excluía a los pueblos fur, masalit, zaghawa y otros grupos africanos del oeste.
Genocidio y epistemicidio: dos caras de la misma guerra
El genocidio de Darfur comenzó formalmente en 2003, cuando el régimen de Omar al-Bashir, apoyado por las milicias Janjawid (antecesoras de las actuales RSF), emprendió una campaña de limpieza étnica contra comunidades africanas no árabes. Aldeas arrasadas, violaciones masivas, asesinatos colectivos y desplazamientos forzados formaron parte de una estrategia que buscaba no sólo eliminar vidas, sino también borrar culturas. La Corte Penal Internacional acusó a Al-Bashir de crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio, pero la impunidad se impuso como norma.
El concepto de epistemicidio, propuesto por Boaventura de Sousa Santos, permite entender la otra dimensión de esta tragedia. El epistemicidio es la destrucción de los saberes, lenguas y memorias de los pueblos oprimidos. En Darfur, cada aldea destruida representa también la pérdida de archivos humanos: lenguas borradas, genealogías rotas, memorias orales extinguidas. Las RSF no solo asesinan cuerpos, sino que también eliminan los cimientos simbólicos y cognitivos de comunidades enteras. Matan su historia, su conocimiento y su derecho a existir como sujetos epistémicos.
La guerra contra la negritud
Lo que ocurre en Sudán es, ante todo, una guerra racializada. Las víctimas no son elegidas al azar: son identificadas y perseguidas por su color de piel, por su linaje y por pertenecer a pueblos africanos no árabes. Los testimonios desde Darfur son desgarradores: combatientes que irrumpen en hospitales, ejecutan civiles a sangre fría y utilizan insultos racistas como “abid” (esclavo) antes de disparar.
Este patrón de violencia evidencia un racismo estructural que hunde sus raíces en el orden colonial, pero que hoy se reproduce en un Estado que continúa negando la diversidad africana del país. El proyecto de arabización y centralización política impulsado desde Jartum ha servido para consolidar un poder racializado que invisibiliza a las comunidades negras del oeste y del sur.
El silencio del mundo: una complicidad global
La comunidad internacional observa con horror, pero también con distancia. Cuando las víctimas son negras, la empatía global se diluye, los titulares duran poco y las condenas diplomáticas llegan tarde. Esta indiferencia mediática es también una expresión del racismo estructural global: el dolor africano se percibe como natural, inevitable, parte de una violencia endémica que no merece urgencia moral.
Como advierte el filósofo Achille Mbembe, el mundo moderno se edificó sobre la “necropolítica”: la capacidad de decidir quién puede vivir y quién puede morir. En Sudán, esa decisión está racializada. Los cuerpos negros son los más prescindibles, los más desechables, los más silenciados.
Resistencia y memoria: el horizonte panafricano
Frente a la barbarie, la resistencia sudanesa también es epistémica. Cada lengua africana que se mantiene viva, cada canto ancestral que sobrevive a la guerra, es un acto de rebelión contra el epistemicidio. Recuperar la memoria y el conocimiento de los pueblos africanos no es un gesto cultural, sino político: es una forma de decolonizar el futuro.
El panafricanismo contemporáneo debe entender lo ocurrido en Sudán no solo como una crisis humanitaria, sino como la prolongación de una guerra global contra la vida negra. Defender Darfur es defender la soberanía epistémica de África. No habrá justicia sin memoria, ni paz sin decolonización.
Sudán no es un conflicto más del África “olvidada”; es el espejo donde se refleja el fracaso moral del mundo contemporáneo. Mientras los poderosos discuten sanciones y declaraciones, las madres de El Fasher entierran a sus hijos. Y aun así, entre los escombros, el pueblo sudanés insiste en recordar. Recordar es resistir, y resistir —en un continente tantas veces condenado al silencio— sigue siendo el acto más radical de humanidad.