“¡Qué bien funcionó la estrategia de vacunar en escuelas!
–Sí, los de 60 o más estaban cerca de sus casas, había sillas y muchos baños, en general, los tiempos de espera fueron cortos y la gente estuvo contenta.
“Sí, de verdad lo hicimos bien… vamos a hacerlo diferente para la aplicación de la segunda dosis”:
Por supuesto, ese diálogo es producto de mi imaginación, pero casi lo puedo escuchar cuando veo cómo se desarrolló la aplicación de la segunda dosis de la vacuna para las alcaldías Magdalena Contreras, Cuajimalpa y Milpa Alta, en la que se abandonó el esquema de múltiples centros y se eligió del de macrocentros de vacunación.
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Luego de semanas de no tener nada en claro, el sábado me enteré, oficialmente, que el lunes empezarían a poner las vacunas. Recibí un mensaje de texto que me informaba que la cita ahora era en el Estado Olímpico Universitario el lunes a las 14 horas, que como me asignaban una hora no era necesario que llegara antes.
En transporte público, la forma más sencilla de llegar a ese estadio es tomando un microbús y luego caminar 15 minutos. Mi condición de salud, aunque ha mejorado mucho, dista de ser la mejor, así que eso de caminar un trecho relativamente largo podía descartarlo, por lo que la siguiente opción era tomar taxi. Una media hora de viaje por unos 75 pesotes.
El gobierno, previsor como es, determinó que hubiera servicio de RTP desde algunos puntos de la Alcaldía, pero llegar a ellos implicaba, desde mi localización, también tomar taxi. Después escucharía a los conductores platicar entre ellos acerca de los lugares a los que tenían que ir y cómo les habían avisado con unas cuantas horas de anticipación, lo que provocó que tuvieran que viajar en convoy para no perderse.
Más o menos preparado mentalmente, el lunes tomé mi comprobante de la vacunación anterior, mi identificación oficial, el montón de medicamentos que debo llevar, mi celular, un rompevientos y un libro, los embutí en una mochila y pedí mi taxi, a las 13 horas.
“Uy, joven, hay un montón de gente para las vacunas”, me informó el conductor, aunque a medida que nos acercábamos a Ciudad Universitaria me fue dando ánimos porque había poca gente, comparada con la que había encontrado más temprano.
La única vez que antes había ido al estadio fue en 1974 a ver un partido de futbol americano, así que prácticamente es un lugar desconocido para mí. Llegué al estacionamiento por la entrada de Insurgentes y vi una fila inmensa que como la ronda infantil que dice “soy una serpiente, que anda por el bosque, buscando un pedazo de su cola” y te invita a ser un fragmento de ella.
“SOY UNA SERPIENTE”
La serpiente daba múltiples vueltas sobre sí misma hasta la entrada del estadio. Un montón de personas de chaleco verde estaban dispuestas a dar instrucciones como “hay que formarse al final señor, por allá por donde van esas personas”, mientras señalaba un punto como a 80 metros de distancia.
Y ahí va la serpiente reptando en una temperatura que para nosotros los chilangos ya es calurosa (entre 25 y 27 grados), a veces con sol, otras bajo las nubes, pero siempre con esa sensación de bochorno que se da en la Ciudad de México cuando va a llover y hace calor. De repente soplaba un viento helado que refrescaba algo.
Mucha gente iba en grupos familiares; en algunos casos, jóvenes hacían la cola por sus padres y abuelos, pero también éramos muchos los que seguramente habíamos estado por esos terrenos en circunstancias mucho más felices décadas atrás.
Ocasionalmente, los chalecos verdes pasaban preguntando si algo se ofrecía, si queríamos agua; también, había personal de salud dándose sus vueltas. No es que la cola fuera particularmente cansada, pero no había una triste silla y apenas uno que otro auto providencialmente estacionado servía para descansar un poco en ese trayecto.
Empecé la cola a las 13:34. A diferencia de la ocasión pasada, había poca oportunidad de hablar con la gente, así que solo tuve oportunidad de escuchar al señor de adelante asegurarle a su familia que “con otro gobierno” ya hubieran vacunado a todo el país “como en Estados Unidos”, algo que dudo. También, decía que “el Peje nos trajo aquí para que la gente piense que él nos da la vacuna”, idea que no sé de dónde sacó porque la única referencia al gobierno que podía verse era al local de la CDMX y en particular al de la Alcaldía Magdalena Contreras, organizadora de la serpiente que buscaba su pedazo de cola.
Como se decía cuando era chico, “ratitos a pie, ratitos andando”, hora y media más tarde llegamos al final de la serpiente. “A ver, a la vista su comprobante de vacunación, su identificación y la ficha (un cartoncito con el logo del gobierno de la CDMX)”.
DENTRO DEL ESTADIO
Y, será el sereno, para usar otra expresión de 60 o más, pero eso de que haya marinos en uniforme de combate y armados en el estadio de Ciudad Universitaria, por mucho que vayan a proteger, es una visión chocante, desagradable, que evoca otras realidades que dan mucho miedo.
Entramos y hay un montón de sillas en hileras protegidas por carpas gigantescas. Allí nos sientan, y separan grupos familiares lo que provoca muchos reacomodos cuando la gente trata de reunirse, pero más o menos hay orden. De repente, uno de los marinos informa que hay un señor con una menor en la fila, que hay que apoyarlo. Personal de salud, chalecos verdes y un marino se le acercan y lo llevan rápidamente a donde vacunan porque la pequeña, una niña de unos cuatro años que carga un hombre alto, de sombrero de paja, no puede estar allí.
Algunos comentan que qué poca sensatez (tal vez utilizan términos menos culteranos) de llevar una niña allí, pero la verdad es que la precarización de las condiciones de trabajo, la pandemia misma, la falta de infraestructura adecuada condena a que los niños tengan que acompañar a madres, abuelos o hermanos mayores a lugares donde, estamos de acuerdo, no deben estar. Además, no olvidemos que en la visión idílica del presidente es normal que los abuelos cuiden a los nietos.
Minutos después un incidente similar. Una señora chaparrita lleva a su nieta en brazos, pero ella se asusta. El personal la calma, le dice que solo lo van a pasar rápidamente adelante para que la vacunen de una vez, que no se preocupe, que no le van a hacer nada.
ANTICLÍMAX
Veinticinco minutos en las sillas sin saber qué hacer. Por los intercomunicadores de los chalecos verdes, algunos nos enteramos que todas las enfermeras de la fila uno se fueron a comer al mismo tiempo y dejaron desatendida a los viejitos (sic) en silla de ruedas. No sabemos qué pasó al final porque nos paran intempestivamente y nos arrean hacia adelante, hasta unas mesas donde personal de la Alcaldía toma los datos de las personas, revisa identificaciones y entrega una papeleta.
De allí, hacemos otras filas cortitas donde está el personal de vacunación. Una enfermera de blanco y chaleco azul explica pausadamente lo que podemos esperar de la vacuna (fiebre, dolor de cabeza, cansancio…), da instrucciones de cómo combatirlos y detalla las condiciones de la vacuna.
Otra enfermera prepara la jeringa, muestra previamente que es nueva, que tiene la sustancia y aplica la inyección. En un par de minutos estamos sentados, con una barrita energética de manzana en la mano, oyendo a un grupo como de jazz y esperando para ver si hay alguna reacción, vigilados por varios médicos.
Anticlimáticamente, todo ha terminado. Pasaron los 20 minutos, caminamos hacia la salida donde los chalecos verdes nos aplauden y echan porras. Voy por el estacionamiento, me siento en una estructura metálica ruinosa y pido mi taxi para regresar a casa, cansado, pero contento por la vacuna. Para qué voy a mentirles.