No es fácil diferenciar en el momento a un verdadero infiltrado, de alguien que desde la rabia, organizada o no, pero siempre legítima, decide expresarla de forma frontal.
L@s infiltrad@s claramente existen, son una realidad política de las prácticas del Estado para romper manifestaciones y generar un clima de miedo, desconfianza colectiva y paranoia social. Actúan de diferentes formas: A veces sólo están ahí parados, mirándote, echándote el ojo, viendo quienes participan y en qué participan, quienes su participación es más directa, quienes ven con agrado una acción y de qué tipo; a veces están ahí, sigilosos, siguiendo a alguien en específico; otras tantas, participan no sólo en acciones frontales, sino como cualquiera, hablan en las asambleas, participan activamente, incluso a veces pueden participar demasiado activamente, tanto en espacios colectivos “cerrados”, como en espacios colectivos abiertos, durante movilizaciones y acciones, algunas veces su papel es “pasivo” y otras es “activo”.
Pero en el fondo, aparte de realizar labores de “inteligencia”, buscan que la sociedad, los movimientos, los organizados o desorganizados y l@s movilizad@s caigan en una espiral de miedo, desconfianza y señalamientos, rompiendo la solidaridad que es esencial de todo proceso colectivo, generando una paranoia, que se transforme en una “histeria” social y política, haciendo que el movimiento comience a señalarse, descalificarse, reclamarse, logrando con esto que quienes participan en acciones como las movilizaciones, comiencen a realizar tareas propias del Estado y de los medios de comunicación. Haciendo que sea el movimiento mismo, quien señale y criminalice a tod@ aquel que viste, piensa, actúa diferente, no sólo al grueso de los movilizados, sino sobre todo a lo que el poder quiere imponer como “normalidad” social y política.
En el momento es prácticamente imposible, o muy poco posible, poder reconocer con certeza al verdadero infiltrado. Los sigilosos, que hacen labores de “inteligencia”, son los más difíciles de reconocer, se camuflajeán, visten como tú, como yo, hablan como cualquiera o guardan silencio como muchos de nosotr@s, estos no son el burdo infiltrado policial que se intenta meter al contingente con un burdo disfraz de manifestante (estos, los infiltrados burdos, están diseñados para que los veas y sepas que están para generar esa paranoia).
Los otros, los que actúan sobre todo en acciones frontales, tienen diferentes objetivos, estos pueden ir desde el azuzar a los manifestantes a participar en algo que no tenían previsto; para identificar a los manifestantes más proclives a sumarse desde la rabia legítima, o a grupos organizados; o bien, para justificar la represión a partir de imágenes mediáticas, desde las que el gobierno pretende crear un discurso de “yo no quería, porque respetamos los derechos civiles, pero ellos me obligan a usar la fuerza”.
En estos casos, en el momento, tampoco es posible identificar a un verdadero infiltrado, y diferenciarle de un compañer@ que decide luchar o expresar su rabia, ya sea organizada o desorganizadamente de manera frontal, pero ellos sí logran uno de sus objetivos primordiales, el que dentro de l@s manifestantes, de los movimientos, se extienda y profundice el miedo y la desconfianza sobre quienes luchan, defensiva u ofensivamente de manera frontal frente a los cuerpos policiales o símbolos de la dominación, intentando que el grueso de l@s manifestantes y la sociedad, se alejen de ell@s, les señalen, les criminalicen, incluso antes de que la policía y el gobierno les señale y criminalice.
No, no es fácil diferenciar lo que es uno, de lo que es el otro.
Lo que sí es claro, es que acá abajo, muchas veces y con gran facilidad caemos en el juego y la espiral de miedo y desconfianza, rompiendo nuestra solidaridad. Señalamos, enjuiciamos, condenamos, incluso se pide, que nosotr@s mism@s denunciemos y hasta que les entreguemos a la policía, y le criminalicemos, por ser diferente, por vestirse diferente, por gritar diferente, por asumir ideas diferentes, por actuar diferente, por luchar diferente a un@ mism@, o hasta por no conocerle, buscando con esto que los movimiento se alejen y hasta estén dispuestos a entregar a quienes luchan fuera de los cánones “aceptables” o “tolerables” para el sistema.
Así, la paranoia colectiva del “infiltrado” logra romper la solidaridad que se genera en un proceso colectivo social, inserta la desconfianza, el miedo al otro y a la otra, al diferente, rompe el colectivo incipiente que habita en el fondo de las movilizaciones sociales. Logra hacer que no sólo se señale y criminalice, sino que incluso el movimiento, muchas veces tienda a deslindar la responsabilidad del Estado por la represión ejercida y se llega a legitimarla con señalamientos que rezan: “l@s encapuchad@s son los responsables”, “l@s encapuchad@s son infiltrad@s”, “todo aquel que se sale de la norma es peligros@, ya no sólo para el gobierno y para el sistema, sino para el propio movimiento”.
Estas afirmaciones legitiman la represión: deja de ser el gobierno el responsable de la brutalidad inherente de los grupos policiacos y hacemos al diferente el responsable de la represión, incluso muchas veces, desafortunadamente, mismos movimiento solicitan y aplauden la represión que se ejerce contra nosotr@s mismos.
¡Y esto sí, con certeza, no deja nada positivo, ni ético para los movimientos!
En el primer caso, es casi imposible diferenciar a un verdadero infiltrado, de un compañer@, ahí radica la potencialidad de esta estrategia estatal de miedo y paranoia colectiva. En este escenario, corremos riesgos, riesgos que es necesario entender, están siempre ahí, es decir: la represión está siempre latente y presente. Si el gobierno puede, utilizará imágenes mediáticas para legitimarse, pero al final, tampoco le urgen, si no las tiene, las creara posterior a la represión o guardar silencio, es decir, el riesgo de la represión no está determinada por si hay gente encapuchada o no, si hay anarquistas o no, si hay acciones confrontativas o no, la represión es una de las bases del sistema político y económico, y siempre está ahí, latente, presente, mirándonos.
En el segundo caso, no hay dudas, es peligroso y hasta fatal para el movimiento caer en el discurso del Estado, reproducirlo desde nosotr@s mism@s y hacerlo nuestro, hasta llegar al punto de hacernos, como movimientos sociales, ejecutores de funciones propias del Estado y de sus medios ideológicos: deslegitimar las rabias, la organización, la acción, la diferencia.
En este caso, el riesgo es mucho más peligroso, porque implica la imposibilidad social de romper con los discursos de la dominación, implica legitimar la represión, implica romper nuestras posibilidades colectivas futuras desde adentro de nosotr@s mism@s, deslegitimando en el fondo nuestro propio descontento social, nuestra propia rabia.
El Estado y el capitalismo le juegan al miedo, y saben cómo inculcarlo en nosotr@s.