Todo el poder a los militares. La nueva Ley de Seguridad Interior (LSI) y la normalización del “estado de excepción”

Una década de horror

El 11 de diciembre de 2016 se cumplieron 10 años del inicio de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, la cual -como sabemos- fue desatada por Felipe Calderón (Partido Acción Nacional-PAN) apenas unos días después de asumir el cargo como Presidente (en medio de fuertes acusaciones de fraude); y cuya inauguración formal se dio con el “Operativo Conjunto Michoacán” que incluyó el despliegue de más de 5 mil efectivos militares a esa entidad (4 mil 200 soldados y mil elementos de la Marina).

Desde entonces, esta estrategia de combate “frontal” y militarización se replicaría paulatinamente en otras entidades del país: Sinaloa, Tamaulipas, Baja California, etc. (al Norte); Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz (al Sur), hasta crear un frente de guerra que prácticamente alcanzaría a todo el territorio nacional. De acuerdo a distintas organizaciones internacionales de Derechos Humanos, la guerra de Calderón provocó, desde diciembre de 2006 (inicio de su gobierno) hasta el 30 de noviembre de 2012 (día que marca el fin de su mandato) “la muerte de 53 personas al día, mil 620 al mes, 19 mil 442 al año, lo que da un total de 136 mil 100 muertos”[1].

Así se observa que los costos más altos de esta guerra funesta han sido sobre todo para la sociedad civil que se ha visto envuelta en un escenario de horror y muerte: masacres, tortura, desplazamientos, desaparición forzada, etc.; situación que ha convertido a México en una verdadera fosa común y que concuerda claramente con las prácticas y estrategias de control contrainsurgente propias del terrorismo de Estado y de los regímenes totalitarios.

El resumen oficial de esta década fatal (2006-2016) nos habla de 186 mil muertos, 28 mil desaparecidos y 200 mil desplazados por la violencia[2]; sin embargo, datos menos alentadores registran para el mismo periodo más de 200 mil muertos, de 30 a 35 mil personas desaparecidas y más de 1 millón de personas desplazadas o que se han visto obligadas a abandonar sus estados de origen[3].

A estas cifras fatales tendríamos que agregar los más de 30 mil migrantes centroamericanos que han sido asesinados en suelo mexicano en su intento por llegar a los Estados Unidos. Recientemente, en mayo de 2016, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos-International Institute for Strategic Studies (IISS, por sus siglas en inglés), organización no gubernamental con alcance global y que estudia las tendencias desarrolladas en los países con conflictos armados y fuertes grados de militarización, colocó a México entre los 6 conflictos más letales del mundo, incluso por encima de las situaciones bélicas que se viven en Irak o Afganistán.

El IISS explica que la situación actual de nuestro país coincide claramente con los conflictos de “alta intensidad”, o al mismo nivel de las guerras tradicionales como la de Siria. Los conflictos de alta intensidad implican enfrentamientos armados frecuentes (es decir, diarios) entre gobiernos, fuerzas gubernamentales e insurgentes, o entre grupos armados no estatales que controlan territorios.

En su encuesta anual 2015, el IISS señala que durante ese año, cerca de 167 mil personas murieron en conflictos armados en todo el mundo y 6 de esos conflictos –Siria, Irak, América Central, México, Afganistán y Nigeria- representan casi el 80% de las víctimas a nivel global. El conflicto más mortífero fue el de Siria con 55 mil muertos, mientras que en México se registraron 17 mil decesos, cifra superior a la de Afganistán e Irak que registraron 15 mil y 13 mil víctimas, respectivamente[4].

En conjunto, estos datos confirman que Enrique Peña Nieto no ha cambiado el rumbo de la guerra trazada por Calderón, sino todo lo contrario. Aunque durante su campaña prometió dar un giro a la estrategia de combate abierto y “frontal” al crimen organizado -él no habló de “guerra al narco” sino de “la captura de 122 objetivos prioritarios”- en realidad las modificaciones han sido sólo discursivas.

La promesa del retorno “gradual” de los militares a los cuarteles nunca se cumplió, sino que a la inversa; a cuatro años de iniciado su gobierno, el número de efectivos utilizados de forma permanente en tareas de seguridad pública ha crecido exponencialmente hasta alcanzar la cifra record de 50 mil efectivos desplegados en las calles. De acuerdo a datos de la SEDENA, en 2012, último año del sexenio Calderón, existían 75 bases de operaciones mixtas a través del territorio nacional (es decir, bases fijas o móviles en donde se destina a soldados específicamente en tareas de seguridad pública), en tanto al 2016, éstas se han incrementado a 142 bases mixtas, todas con presencia militar permanente. En el arranque de su sexenio estas bases se hallaban situadas únicamente en 19 estados, mientras que para el 2016 se han extendido a 24 entidades, el equivalente al 75 % de la cobertura total del país[5].

En busca de una ley a modo para legalizar la barbarie…

En diez años de la guerra de Calderón, se observa que una de las consecuencias más graves para el país ha sido el avanzado proceso de militarización de la seguridad pública, el cual ha supuesto en la práctica la intervención y dependencia cada vez mayor del ejército y las fuerzas armadas en tareas que, de acuerdo a la Constitución, corresponden expresa y exclusivamente a las autoridades, mandos y policías civiles (artículo 21).

El empleo regular, sistemático y excesivo de las instituciones castrenses en las labores de seguridad pública, no sólo ha contribuido al consiguiente deterioro de su imagen y credibilidad, sino que ha sumido al país en una grave crisis de violaciones a los derechos humanos.

Quizá los ejemplos más emblemáticos sean el de Tlatlaya, cuya recomendación 51/2014 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ha documentado que “hubo 15 civiles ejecutados extrajudicialmente a manos de militares que realizaban patrullajes de vigilancia”[6]; así como el caso de los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos de Ayotzinapa, cuyo involucramiento de los mandos militares ha sido también documentado por el grupo de expertos enviado a México por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En el mismo sentido, la Comisión Nacional de Derechos Humanos reporta 12, 408 quejas relacionadas con ataques y agresiones a civiles a manos de militares de distintos rangos.

Si al inicio de la guerra la justificación de Calderón se sostuvo en que la utilización del ejército para combatir al crimen organizado sería una medida temporal y focalizada únicamente en algunas zonas del país, -donde las corporaciones policiacas habían sido rebasadas-; 10 años después, Peña Nieto, no sólo da continuidad al mismo discurso al anunciar que “el Ejército se mantendrá en las calles en tanto se fortalecen las policías estatales y municipales”[7], sino que, además, ahora busca dotarlos de una marco jurídico que legalice el desvío de las funciones que han venido realizando al margen de la Constitución. Actualmente el Ejecutivo federal junto con el poder Legislativo, caminan de la mano es ese sentido.

En enero de 2017, el Senado y la Cámara de Diputados aprobaron, en periodo extraordinario (y en albazo) la reglamentación del artículo 29 constitucional como la denominada Ley de Seguridad Interior (iniciativa confeccionada por el PRI -César Camacho-, el PAN -Roberto Gil Zuarth-[8], y el propio ejército), la cual implica modificaciones a los artículos 21, 29, 129 y 89 (fracción VI, referida a la seguridad nacional).

En términos simples, con la aprobación de esta nueva ley lo que se pretende es -legalizar la intervención militar en acciones y funciones que únicamente corresponden a las policías civiles, dejando la seguridad pública directamente en manos del Ejército y la Marina, y crear al mismo tiempo un marco legal que pueda blindar su actuación contra posibles responsabilidades derivadas de actos que constituyan violaciones a los derechos humanos-.

Diversos estudiosos y analistas han señalado que las pretensiones de esta ley son sumamente peligrosas, ya que en primer término otorgaría a las fuerzas armadas poderes omnipotentes (al usurpar funciones de Ministerio público e investigación de los delitos), pero además se “normalizaría el estado de excepción”, al limitar los derechos y libertades civiles en nombre de la seguridad interna[9].

Simultáneamente se profundizaría el círculo vicioso: “como no hay buenas policías necesitamos la intervención del ejército, pero mientras usemos al ejército jamás profesionalizaremos a las policías”[10]. Asimismo, la legalización del despliegue militar entraña el grave riesgo de que éstos no quieran regresar a los cuarteles.

Durante 10 años, las fuerzas armadas han intervenido de manera directa en tareas de vigilancia, acciones preventivas y de disuasión. Incluso -sin tener facultades para ello-, cumplen órdenes de cateo y aprehensión; todo esto, sin que hasta el momento exista un marco jurídico que regule los alcances de sus intervenciones.

La Ley de Seguridad Interior (LSI) busca proveer a los militares de potestades para poder actuar en ese sentido, con el respaldo de las autoridades civiles a las que en teoría estarán supeditados. La ley cuenta entonces con dos componentes centrales que intentan: 1) ampliar las facultades a los soldados para poder actuar en casos de flagrancia y 2) que los militares tengan atribuciones similares a las de la policía y el Ministerio Público. Es decir que, en términos prácticos, las fuerzas armadas cumplirían (ahora de manera legal) tareas de las corporaciones civiles de seguridad como: recibir denuncias, hacer detenciones, realizar cateos, aseguramientos, hacer entrevistas a testigos o tomar declaraciones, además de cumplir con otro tipo de mandatos ministeriales y jurisdiccionales.

Incluso existe la posibilidad de que puedan intervenir comunicaciones privadas o extraer información diversa de dispositivos móviles, geolocalización, etc. Otra de sus funciones derivadas serían: el establecimiento de bases de operaciones móviles y fijas, destacamentos de seguridad, así como de intercepción terrestre, aérea y marítima, patrullajes, puestos de vigilancia, reconocimientos, seguridad en instalaciones estratégicas y las demás que se consideren necesarias.

Como en el caso de la Ley de Seguridad Nacional, la propuesta de Ley prevé que militares y marinos puedan hacer uso de cualquier método de recolección de información, lo que obligaría a las instituciones gubernamentales, así como a los órganos autónomos, a proporcionar información.

Ahora bien, entre las amenazas concretas que ameritarían la intervención del Ejército y la Armada se consideran fenómenos por cambio climático, corrupción, deficiencia en la profesionalización de los cuerpos de seguridad pública, terrorismo, delincuencia organizada, portación y tráfico ilícito de armas de fuego, entre otras.

Se argumenta que la seguridad interior, como vertiente de la seguridad nacional, implica la posibilidad de que el presidente de la República, como comandante supremo de las fuerzas armadas, disponga de la totalidad de la fuerza armada permanente, esto es Ejército, Armada y Fuerza Aérea, para hacer frente a fenómenos que impacten a la seguridad interior.

En este sentido la Ley precisa que la intervención se hará a partir de acciones diferenciadas de: 1) seguridad interior y 2) de acciones de orden interno. Las primeras son presentadas como las aplicadas previa emisión de una declaratoria de protección a la seguridad interior, que no tendría los efectos de una suspensión de garantías.

Consisten en operaciones de restauración del orden y operaciones para auxiliar a la población civil en caso de necesidades públicas y desastres, esto es, reactivas frente a amenazas inminentes a la seguridad interior. Y las segundas serán de carácter permanente, como el eje preventivo de la seguridad interior, fundamental para anticipar la acción del Estado frente a fenómenos que pretendan vulnerar el orden interno.

Este último punto se relaciona directamente con la ley reglamentaria del artículo 29, referente a la suspensión de garantías y derechos humanos en caso de Estado de excepción, la cual ha sido duramente criticada, ya que se trata en realidad de “la anulación, por el Estado, de las libertades democráticas y derechos civiles de la población en determinada localidad, región o el país entero, ampliando las atribuciones del Ejecutivo por sobre los demás poderes: el titular del Ejecutivo federal, quien se erige –nuevamente– como una autoridad superior a los poderes Legislativo y Judicial, bajo una figura casi dictatorial disfrazada de legalidad que puede decidir quién es el enemigo externo, pero –sobre todo– vuelve a la población susceptible de ser considerada como “enemigo interno”[11].

Bajo estas definiciones, el peligro es que cualquier movimiento de protesta en cualquier parte del país podría ser considerado por el gobierno como una “grave perturbación que amenaza el orden interno”, lo que justificaría la intervención militar directa, pero ahora al amparo de la nueva Ley de Seguridad Interior.

Es por ello que en opinión de diversos organismos de derechos humanos, esta iniciativa representa en realidad una forma más de convalidar la impunidad ante casos de graves violaciones a los derechos humanos cometidos por elementos militares. Su intención real sería entonces la de actuar contra todos aquellos opositores al gobierno. Su signo sería el de la arbitrariedad legalizada, sirviendo de parapeto para que las fuerzas armadas sigan cometiendo abusos contra la población civil, sin que puedan ser juzgados posteriormente, ampliando sus márgenes de actuación en un escenario propicio para la impunidad.

Que el poder legislativo haya aprobado con tanta premura un periodo extraordinario de sesiones para votar de manera “urgente” esta nueva ley,  nos habla del peligro que representa. Por ello es deber de todos estar pendientes de este tema.

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[1] La jornada Semanal (núm. 1022), “Las cifras de la guerra”, 05/10/104.
[2] Instituto Nacional de Estadística y Geografía-INEGI, Comisión Nacional de Derechos Humanos-CNDH Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas-RNPED.
[3] Alejandro Monjardín, “Guerra contra el narco: las cifras del fracaso”, RIODOCE, 12/12/2016; Denise Dresser, “El Autogolpe”, Diario Reforma, 12/12/2106.
[4] La Jo
rnada, “La guerra contra el narcotráfico en México, conflicto de alta intensidad, afirma el IISS”, 06/05/2016.
[5] Guerrero es la entidad con el mayor número de bases de operaciones mixtas con 28 en total, y le sigue el estado de México con 24; estos dos estados concentran el 36 % de todas las bases militares desplegadas.Luego se ubica Oaxaca con 12 bases operativas; Puebla con 11; Tabasco con 8; Sonora con 7; Veracruz y Colima con 5 bases cada uno; Michoacán, Quintana Roo, Chiapas y Yucatán con 4 respectivamente; Hidalgo, Coahuila y Baja California con 3. En la Ciudad de México y en San Luis Potosí la SEDENA reporta la operación de dos bases mixtas. (Arturo Ángel, “Peña duplica el número de militares en las calles, aunque ninguna ley los regula”, Animal Político, 06710/2016).
[6] Arturo Ángel, “Peña duplica el número de militares en las calles, aunque ninguna ley los regula”, Animal Político, 06710/2016
[7] La Jornada, “Ejército y Marina continuarán en las calles: Peña”, 10/12/2016.
[8] Ambas iniciativas se pueden consultar en: Tania Montalvo, “Catear, detener y tomar declaraciones, nuevas tareas de los militares si se aprueba la nueva ley”, Animal Político, 13/12/2016.
[9] John M. Ackerman, “Golpe de Estado silencioso”, Semanario Proceso, 27/11/2016.
[10] Denise Dresser, “El Autogolpe”, Diario Reforma, 12/12/2106.
[11] Erika Paz, “México, el inicio de un Estado totalitario”, RompeVientoTV, 14/12/2016.

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